miércoles, 11 de abril de 2012

El psicoanálisis obturado Por Juan Bautista Ritvo

El psicoanálisis obturado
Por Juan Bautista Ritvo

“… todo lo que piensa Lacan se nutre de una violencia central, a la que su discurso debe el no ser el otro de ningún otro; capaz por consiguiente de abarcar todo sin aceptar nada, pero traduciendo todo: ciencia, y filosofía, y ante todo y después de todo, el llamado ‘psicoanálisis’ mismo.
Gerard Granel

El perfil institucional del psicoanálisis cambió mucho y radicalmente en los últimos años; y no cabe la menor duda de que la expansión de las carreras de Psicología en la universidad pública y privada tanto como la difusión de un lacanismo portátil, un émulo del otrora famoso Libro rojo de Mao, tan lejos del hermético y explosivo Lacan de los Écrits, son factores decisivos de este cambio. También y en no menor medida son dominantes los giros ideológicos de la intelligentsia progresista en la década del 60 y en los comienzos de la siguiente, moderada y “técnica” en los 80, cuando el feroz neoliberalismo y el derrumbe de la U.R.S.S. prometían un despolitizado paraíso forjado con el fetichismo del libre mercado; y ahora, a partir del nuevo siglo, tenemos ya instalada una izquierda pop teñida de ropaje lacaniano, que tiene nombres emblemáticos: la “razón populista” de Laclau que es una generalización e idealización del peronismo, con más valor de camuflaje que heurístico; o los gestos de quien empezó con una excelente monografía sobre Schelling –me refiero a iek– y ahora dice cosas tales como que prefiere un comunismo más cerca de Kafka que de Lenín.

“Psicoanalista y lacaniano” se ha tornado una expresión anfibológica. Hay, de un lado y no quisiera medirlo en términos cuantitativos, quienes pueden adherir a la frase de Granel que elegí como acápite, porque esa violencia central –digan lo que digan los demagogos–, no es solo ni fundamentalmente la de la teoría, sino la de la clínica. No someterse a ningún otro es una manera ejemplar de responder al Otro, pero a condición de que reconozcamos que ese Otro no es ningún el Otro, sino lo Otro: un ruido1 que se arma y transmite con las generaciones y que la interpretación forzada debe convertir en música escuchando aquello que no se oye.

Del otro lado, hay una militancia de psicólogos universitarios educados por fichas que reproducen hasta el cansancio fórmulas y giros macarrónicos; psicólogos para quienes llamarse psicólogos o psicoanalistas es una afirmación convertible y que se derraman desde las aulas a los panteones de las instituciones psicoanalíticas, que los acogen para culminar la tarea de disciplinamiento y uniformidad.

Un síntoma característico: lo “nuevo”. Basta leer al pasar los avisos de cursos, conferencias, seminarios psicoanalíticos, para que aparezca ya desde hace mucho, pero ahora quizá con mayor intensidad que nunca, lo “nuevo”. Nuevos síntomas, nuevas patologías, nuevas subjetividades… Y a ello suele sumarse, desde actitudes que podemos denominar “progresistas” cuando no resueltamente “revolucionarias”, el discurso de quienes sostienen que ha llegado la hora de ir más allá: más allá del malestar en la cultura freudiana porque, se dice, estamos en la época de la peste, que no es el malestar; estamos en la época del arrasamiento de la subjetividad –“arrasamiento” es uno de los vocablos favoritos de cierta tendencia–.

Por cierto, hay fenómenos nuevos y no necesito volver a describir lo que todos los días se describe: la proliferación de la droga, el derrumbe de las utopías emancipatorias, los estragos del neocapitalismo. Mas el verdadero problema consiste en preguntarse desde qué parámetros se los juzga. Desde hace siglos se ha consolidado un modelo en Occidente, un modelo cristiano y apocalíptico que está centrado en la caída. Todo lo que se aprecia como “nuevo” no es sino lo que se percibe como derrumbe de una estructura preexistente; no posee ninguna consistencia propia (¡lo nuevo así no es nuevo en absoluto!) ya que se instaura como un fenómeno sobrante, incluso inservible, en cualquier caso obtenible por mero descarte: residual con respecto a la neurosis, residual con respecto al orden fálico, residual con respecto al deseo, residual con respecto al capitalismo clásico que algunos añoran, y así sucesivamente…

Un psicoanalista francés, Charles Melman, ha subtitulado un libro suyo: Gozar a cualquier precio2. Según él –doy el ejemplo porque representa a una corriente muy extendida y no por sus méritos intrínsecos–, en el siglo XXI el ciudadano ha sido reemplazado por el consumidor y la economía libidinal del deseo está siendo reemplazado por la obligación de gozar. ¿Deberíamos recordarle a Melman, quien en otros tiempos solía mostrar una lucidez nada despreciable, que los términos deseo y goce son estrictamente correlativos en psicoanálisis, y que privilegiar el goce a secas termina por eliminar toda restricción conceptual a un término devuelto a su uso más vulgar y, digámoslo, estúpido?

Sin duda hay novedades catastróficas –en el sentido corriente de la expresión–, pero hay otras que abren en el mundo actual, más complejo de lo que el vetusto Melman sospecha, nuevas perspectivas. ¡Melman es un puritano apenas encubierto: mientras más se consume hay menos represión y menos deseo! ¿Es posible agrupar bajo el genérico término “consumo” consumos específicos que embrutecen, sin duda, con otros también específicos, pero que permiten vivir de otro modo y con mayor intensidad?

(El vocablo “ciudadano” usado así, sin más, es una pobre ficción demoliberal: la exigencia de igualdad propia del derecho político moderno, entra siempre en colisión con la verticalidad propia de la masa.)
Como siempre hay que contrastar y ponderar: la universalización propia del trabajo abstracto impone el fetichismo de la mercancía que hace, como decía Marx, que todo se disuelva en el aire. Pero es portadora de ese trabajo concreto –uno de sus nombres es “tecnología”–, que facilita que poblaciones enteras desaparezcan si se aprieta un botón, al mismo tiempo que alarga y mejora la vida, y pone a nuestra disposición medios culturales en una proporción hasta ahora desconocida.

La crisis del Estado contemporáneo está ligada a la caída de ideales de paternidad; mas ¿quién puede reducir la nominación paterna a los ideales clásicos3? Que vacilen e incluso se hundan los ideales clásicos es condición para que cada cual se interrogue acerca de qué es tener o haber tenido un padre: la paternidad es la pregunta acerca de la paternidad y así en estos tiempos puede emerger en su mayor pureza, la forma de una interrogación sobre lo que significa haber recibido un nombre sin esencia impuesto por Otro cuya “oscura autoridad” puede percibirse en relieve en los liderazgos culturales, políticos y religiosos.

Los camuflajes Estamos en pleno poslacanismo; y como ocurrió con Freud, los diversos lacanes se suceden y se bifurcan sin que la lectura de Lacan se haya producido. Leer un texto no quiere decir reproducir lo que dijo, sino leer en él lo que no dijo pero que le pertenece como su acción más propia. De esta forma los que renuncian a la castración por “anticuada” y obsoleta, o bien los que transforman a la teoría en una especie de topología empírica de lo real, o incluso los que transcriben los dichos como esos monjes medievales que copiaban con arabescos textos griegos que casi no entendían o no entendían en absoluto, están todos embarcados en una operación de desconocimiento que confirma que difundir la doctrina psicoanalítica es el mejor método para defenderse de sus efectos disruptivos. En psicoanálisis –no sólo en él, desde luego–, nada puede lograrse sin una reforma del lenguaje, reducido entre nosotros a una jerga cerrada, ripiosa, francamente insoportable.

Los hay también (y ellos han florecido en los últimos años) que invocando un espíritu progresista han decidido ir más allá del malestar en la cultura.
¿Puedo decir que es ésta una acción de camuflaje destinada a ocultar lo que en El malestar en la cultura y en Psicología de las masas y análisis del yo molesta tanto a la izquierda como a la derecha4?

Se quiere convertir al psicoanálisis en una suerte de politología general de la subjetividad contemporánea apelando a sociologías de entrecasa, mientras se desdeña la pertinente intervención que esos textos de Freud practican en el cuerpo de la política actual.
Una vez más5, resumo tal alcance en tres proposiciones:

A) El acuerdo político se funda, antes en la identificación que en el consentimiento, que no es sino su consecuencia. Identificación amorosa (y por lo tanto proclive al odio, el “amodio”, diría) con los ideales y valores encarnados por el líder por parte de sujetos que constituyen así una masa verticalizada, en tensión con la horizontalidad propia de la exigencia democrática. La evidencia masiva, cotidiana, de este proceso señalable en todos los órdenes, es desmentido sin cesar por aquellos que lo practican a la vista con el secretario administrativo, el jefe de despacho, el referente ideológico, el maestro o profesor universitario y así por estilo…

B) No hay identificación con el líder sin una correlativa segregación de un objeto expulsado: los que aman con su Ego a su líder, los que participan de un mismo ideal, comparten un odio también en común que solidifica la estructura grupal6.

Y esto es tan general que involucra a comunidades lingüísticas tanto como a grupos de edad y, por supuesto, a instituciones de clase. Los escolares se burlan del rengo al mismo tiempo que admiran al que mea más lejos; nadie sería jefe de lo que fuera sin señalar al execrado, al chivo emisario, al débil ante las exigencias del trabajo. No es por azar que la multitud se reúne bajo un balcón. Desde siempre, el teatro de la representación que une la tierra con el cielo…

C) No hay psicología individual opuesta a la social, por la sencilla y desarmante razón de que toda psicología –algo apuntado explícitamente por Freud–, es por definición social.

Hay, por supuesto, niveles de socialidad, pero siempre transindividuales. La relación clínica es singular y transindividual.
Conforme a esta perspectiva, Lacan considera al malestar en la cultura, es decir a la neurosis, un discurso en todo el rigor del vocablo, y no una “enfermedad” en el sentido psiquiátrico del término. Es decir, la neurosis no es un desvío, un defecto de una supuesta normalidad, sino la normalidad que se cristaliza en la inhibición y se agrieta en el síntoma, allí donde queda de manifiesto, de un lado, el límite de la locura, y del otro, el sueño neurótico con acciones perversas que jamás cometerá o lo hará con inocultable decepción.

(El perverso “auténtico” denuncia –y suele complacerse en ello– las vacilaciones y resguardos del perverso polimorfo.)
Para decirlo de otra forma equivalente: el ámbito de experiencia que construye el psicoanálisis se articula en función de la demanda, concepto central y radicalmente intransitivo, ya que el neurótico demanda del Otro, como dice Lacan, que lo demande desear congruentemente y… ¿cómo se podría desear congruentemente?

Quiero decir, ante tanto facilismo empírico y tanta demagogia política que sólo es fuego de artificio, porque nada resuelve, salvo la cuota diaria de buena conciencia –el fantasma de la disolución parece que apremia a tantos que se declaran “sensibles a lo social”: he ahí lo “nuevo”, esa novedad que termina por hacer del psicoanálisis una técnica psicológica balsámica–, digo, ante tanto facilismo, es preciso decir que el uso abusivo de ciertas expresiones, algunas puestas en circulación por el propio Lacan pero en otro contexto, como “la subjetividad de nuestra época”, las “nuevas subjetividades”, etc., etc., ocultan estratos enormes de confusión que jamás son desbrozados, porque todo el mundo parece creer con envidiable realismo nominal, que las expresiones van de suyo: digo “sujeto” y ya sé de qué se trata, pronuncio “subjetividad” y pasa lo mismo…

En el fondo, se dice “sujeto” pero se significa, realmente sin saberlo, el yo de la psicología del Ego; se habla de multitud o de clase y se cree a pie juntillas en la existencia de sujetos colectivos sin que se detenga un momento, el que habla de tal cosa, a pensar que si existiera un sujeto colectivo entonces el Espíritu Santo podría reinar sobre la tierra…

Lo peor… No sé qué pasará con el psicoanálisis en el futuro. A largo plazo, como se sabe y quizá por eso mismo hablamos como si fuéramos a estar para siempre, estaremos todos muertos…

Pero ahora importa subrayar lo que nos carcome –no sólo a los analistas, por supuesto–.
Cuando hablaba Lacan de la “subjetividad de la época” pensaba, antes que nada, en la segregación. Pero, ¿cómo podemos hablar de la segregación social si no la localizamos en nuestro propio campo? Quizá nos proclamemos –al menos una cantidad apreciable de nosotros– demócratas radicales y si se nos apura, anticapitalistas. Políticamente, el reclamo de igualdad de derechos no es recusable, mas justamente implica una colisión constante e insuperable con la transferencia y su desigualdad estructural. De esa tensión se alimenta la dinámica de las sociedades e instituciones en las que el Amo es amado y odiado y reivindicado y execrado, servilmente tomado como referencia ante la hostilidad del mundo, sin que la traición deje de ser el precio de la lealtad y el chivo emisario la garantía de nuestra pureza recobrada.

¿No es evidente que podemos aplicar esta rejilla a nuestras instituciones analíticas, aldeanas, urbanas o ridículamente mundiales?
¿No es evidente que nuestra ausencia de crítica y de capacidad para sostenernos entre tensiones que no admiten resolución –la transferencia nos resguarda pero también nos somete, no hay lectura sin amor al Amo, pero el mero amor al Amo nos ciega; es preciso que cíclicamente la transferencia caiga para respirar, pero allí siempre está presente la angustia que nos alienta a crear pero también nos desampara–, no es notorio que esta ausencia está a punto de convertir el análisis en una farsa?
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1. Digo “ruido” adrede: el supuesto mensaje del Otro es siempre supuesto. Un mensaje interferido como el ruido interfiere la denominada comunicación. El sujeto tiene que recomponer en lo que oye aquello que escucha.
2. Melman, Charles, El hombre sin gravedad, UNR, Editora, Rosario, 2005.
3. El llamado “patriarcalismo” –empleo por comodidad el término usual que es absolutamente inadecuado, como suelen serlo los prejuicios más arraigados en la ignorancia empecinada– empezó a derrumbarse en la época de “La interpretación de los sueños”. Y sin ese derrumbe no podríamos habernos planteado la diferencia entre transferencia y sugestión.
4. Si la izquierda quiere tener algún porvenir que sea algo más que la protesta sin consecuencias, debe abandonar su optimismo profesional que nadie cree y sirve tan sólo para disimular la impotencia. La autogestión sin jerarquías es una herramienta para derribar jerarquías que luego vuelven por sus fueros. Desde luego, no todas las jerarquías son equivalentes, pero la disparidad subjetiva las impone.
5. Si fuera por mí no insistiría en algo que vengo diciendo desde hace años. Pero como el silencio suele acompañar lo que digo en el cuerpo del texto, vuelvo a la carga…
6. En honor a la brevedad expositiva simplifico las cosas; todas las masas están configuradas por formas variables de entrecruzamiento de liderazgos y de disputas por el poder, así como hay grietas que de tanto en tanto provocan cataclismos.

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